miércoles, 11 de junio de 2008

Debate eterno

En febrero de 1993, Jon Venables y Robert Thompson, ambos con 10 años arrastraron a James Bulger, de 2 años, desde un centro comercial de Liverpool, Inglaterra, y lo llevaron hasta unas vías de tren cercanas. No tuvieron piedad, las cintas de seguridad pudieron visualizar todo. Primero le arrojaron ladrillos y luego lo golpearon repetidas veces con una barra de metal. Thompson le dio una patada tan fuerte en la cara que le dejó la huella marcada en la piel. Finalmente, le quitaron los pantalones y los pañales, y lo torturaron con baterías eléctricas. El cadáver del niño fue hallado sólo el 16 de febrero, tras cuatro días búsqueda nacional: un tren lo había cortado en dos.
Ambos chicos fueron arrestados y pasaron nueve años en prisión. En junio de 2001, una comisión judicial integrada por un juez, un psiquiatra y un civil decidió que Jon y Robert estaban lo suficientemente rehabilitados y que ya no representaban una amenaza para la sociedad.
En su momento, el crimen del bebé dividió a Gran Bretaña entre quienes defendían la rehabilitación penitenciaria y los que consideraban que los culpables debían morir en la cárcel. Al salir de prisión, los chicos y sus familiares fueron provistos con nuevas identidades, nuevos números de seguridad social, nuevos pasaportes, cuentas de bancos y casas seguras, con la posibilidad incluida de que recomiencen sus vidas en el extranjero. Esta medida, sin antecedentes en la historia judicial británica, se adoptó porque, según los defensores existía el peligro de alguna venganza. Jon y Robert cumplirán 26 años en agosto de este año.
La decisión implicaba que Venables y Thompson estarían toda su vida bajo supervisión de profesionales y con posibilidad de volver a prisión. Nadie tiene una foto actual de ellos, quienes, desde que fueron condenados, no han tenido contacto mutuo en prisión, y tampoco lo podrán tener en libertad.
Este caso, parecido a una película de terror, crea un gran debate también en la actualidad: ¿Vale la pena mandar a niños a prisión para que cuando salgan (sí es que logran salir) tengan que vivir en una mentira, refugiados o escondidos del mundo? ¿O es mejor brindarles ayuda psicológica profesional y darles una oportunidad por parte del Estado y de la sociedad? No olvidemos que la culpa no es sólo de los padres de estas criaturas. Todos tenemos responsabilidad.
Sebastián Pereyro

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